Paladeo su intenso sabor. Ese agridulce de la vida. Porque
las fresas saben a vida. En mi paladar siento el hechizo del tiempo grande. Ya
está aquí la vida saboreada sin edulcorantes.
El tiempo de las fresas es un tiempo que huele a esparto, a
canela, a clavo... Las fresas saben a música de capilla, a coro de miserere,
saben a silencio y a la vez, estallan en el agudo compás de la corneta.
Las fresas son paseos en la tarde larga, más cálida cada día
que pasa. Y saboreo sus contraluces en la imagen de la revirá perfecta que
dibuja mi corazón. Las fresas hacen cada calle, cada esquina, cada plaza
distintas. Son los mismos lugares que ayer, pero saben de otro modo.
Las fresas son moradas. Tienen el sabor del Lirio de San
Pedro. Y a la vez, recogen en cada mordisco, el pellizco de un palio azul en la
calle del Ángel, el suspiro de unos ojos azabache, el silencio penetrante del
pardo carmelitano. Las fresas hablan en vocablos de añoranza, y a la vez de
esperanza.
Como en todo, depende de aquél que se las tome. El manjar de
las fresas se nos ofrece a todos por igual. Cada uno debe aprender a
saborearlas, para que pasados cuarenta días no hayamos dejado que se corrompa
lo que hoy se nos presenta en toda su lozanía.
Saboreémoslo. Es el tiempo de las fresas.
2 comentarios:
Delicatessen en su estado más puro...
Que bonito y cuanto arte, cuanto gusto guardan estas letras.
Enhorabuena
Tú que sabes saborear las fresas... con buen gusto. Gracias. Un abrazo
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